jueves, 30 de noviembre de 2006

Escritor maldito

Escritor maldito
Para consagrarse como escritor maldito ya no es necesario beberse hasta la última botellita de ajenjo, ni pasearse del brazo con una puta, ni tener como pareja a otro escritor (maldito él), ni abandonar la obra herética de juventud para hundirse en los abismos africanos en busca de oro, ni regresar a los tumbos al hostil regazo familiar. Tampoco suicidarse. Ni siquiera provocar con alguna que otra declaración al banquero, al santo padre o al mismísimo presidente de ocasión.
Antes -muchísimo antes, cuando los escritores comulgaban sus simpatías con el demonio, el sexo y los excesos-, primero se era maldito. Luego, y con suerte -los dados los echa el campo literario que configura y reconfigura las posiciones de todos los jugadores- se era escritor (maldito).
Ahora no. Basta que las empresas editoriales bauticen a uno y salgan a promocionarlo al mundo con el rótulo de tal para que la conversión sea (casi) instantánea. Así hizo Emecé, del Grupo Planeta, al lanzar -es un decir- El curandero del amor, el último libro de Washington Cucurto.
¿Qué habrá leído la división de marketing del grupo editorial para resolver la definición del "escritor maldito de la literatura argentina"? ¿El escenario marginal de "superconsti" y sus "yotibencos", la superpoblación de "tickis", peruanos y dominicanas que se trepan a la cama por unos pesos? Vaya uno a saber.
Lo cierto es que la industria editorial -concentrada y trasnacional- redescubrió el valor -el rédito- de lo maldito. Un rubro más, entre tantos otros, apto para el consumo del lector medio (¿y qué otro lector sobrevive en Argentina?). Si la pega -y una entre las decenas de miles de lanzamientos tiene que alcanzar el bolsillo de alguno-, saturarán anaqueles y mesas de saldo, en cuidadas ediciones, los malditos escritores. Vade retro.

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