jueves, 14 de febrero de 2008

La vida de los otros o el fin de la historia

La crítica cinematográfica “bien pensante” no dudó en calificar de manera unánime a La vida de los otros (Florian Henckel-Donnersmarck, Alemania, 2006) como muy buena o excelente. La película, ciertamente, atrapa gracias al suspenso que el guión le imprime a la trama y las muy buenas actuaciones de la mayoría del elenco. Conmueve por la forma en que el film retrata de qué manera la libertad de expresión y la vida privada de las personas eran violadas sistemáticamente por la Stasi, la policía secreta de la Alemania Oriental stalinista. Pero como sucede con todo producto cultural, el problema excede cuestiones meramente estéticas, del género o el soporte. Una película que ofrece una versión sobre un periodo histórico expresa una posición política, y adquiere su importancia en tanto representa de cierta manera una época, los sujetos colectivos encarnados en cada uno de los personajes, los problemas que enfrentan, cómo los resuelven, etc. ¿Qué función cumple este film en la disputa del sentido respecto de esa período de la historia, nuestro presente y por supuesto de nuestro futuro? Precisamente, allí radica el nudo del problema obviado por la crítica o concebido muy superficialmente por quienes lo mencionaron sólo al pasar.

La historia comienza en Berlín oriental durante 1984 –una obvia y trillada referencia a la novela de George Orwell-, pocos años antes de la caída del Muro y la desmantelación de la Unión Soviética. Allí, un director de teatro y su novia, junto con otros artistas, son vigilados por Gerd Wiesler -brillante actuación de Ulrich Mühe-, capitán de la Stasi, por ser sospechosos de criticar al régimen comunista que gobernaba la República Democrática Alemana. La película retrata cómo los artistas se las ingenian para evadir los mecanismos de control con el objetivo de publicar en el exterior –el bloque occidental, por supuesto, erigido como paradigma de respeto a las libertades democráticas- un artículo denunciando el autoritarismo del régimen. La caracterización del agente de la policía secreta y los funcionarios estatales repite los mismos estereotipos que el cine más superficial utilizó para retratar la vida en los estados obreros burocratizados: la insensibilidad de los funcionarios ante las manifestaciones artísticas, el aprovechamiento de su poder para suplir sus dificultades para relacionarse con las mujeres y la corrupción como práctica corriente; no faltó la traición y la debilidad encarnadas en la mujer.

Del film emerge una visión parcial de quienes resistían el autoritarismo del régimen stalinista: los artistas que vivían en Alemania oriental y las críticas que provenían del bloque occidental. No hay en toda la película una sola mención a grupos disidentes de izquierda, internos o externos, estrictamente políticos. Escritores, músicos, actores –¿una elipsis autorreferencial que concluye en los cineastas?- son los únicos que levantan la bandera de la libertad de opinión, expresión y pensamiento. No es casualidad, entonces, que el agente riguroso y férreo en su tarea de vigilancia sólo pueda conmoverse ante la música de Bethoven o un poema de Brecht –por supuesto, la película omite mencionar la filiación comunista del célebre poeta y dramaturgo alemán-, dejando en claro que para el director la toma de conciencia, la libertad, sólo puede provenir de la mano del arte y los artistas.

La película reproduce la versión oficial y petrificante de la historia mundial: no existe nada más progresivo que el capitalismo ya que las experiencias de los socialismos reales resultaron ser tan totalitarias como los fascismos europeos de la primera mitad del siglo veinte, y a quienes breguen por la revolución social les espera el mismo fatídico destino. El retrato de la época no contiene una sola referencia que le permita al espectador acceder a una explicación histórica de las causas que provocaron la burocratización de los estados obreros. Tampoco de sus contradicciones, sólo el teleologismo clásico del pensamiento liberal –y de sus aggiornados de izquierda- de la segunda mitad del siglo veinte en adelante, que sostiene que a toda experiencia similar la espera el mismo destino. Porque es en su mismo origen donde está el núcleo traumático que no puede evadir. De ahí la exaltación que el film hace -¡¡veinte años después!!- de la caída del Muro de Berlín, sin pasar revista al precio que están pagando hoy en día los habitantes de los ex países socialistas debido a la restauración capitalista.

Una película políticamente correcta. Pero en política la corrección lejos está de ser una virtud. El film cae en los mismos defectos que pretende cuestionar, y ni siquiera cumple con la tarea del arte que en ella se intenta reivindicar. Si el realismo de la época stalinista estaba destinado a legitimar en el plano simbólico a la burocracia soviética, La vida de los otros opera como propaganda (de calidad, es cierto) de la versión oficial sobre las causas que hicieron de los socialismos reales una experiencia histórica muy diferente de su proyecto original. Esta operación discursiva, que deja en evidencia su raíz fundamentalmente conservadora, se completa con una contradicción más: si la película quiere dejar en claro que sólo el arte puede conmover la impresión habitual que los sujetos tienen sobre los fundamentos del mundo en que viven, hay una profunda traición a sus propios postulados porque en ella se justifica no sólo la versión oficial de la historia sino también cierto desencanto que existe respecto de la necesidad de comprometerse en la ardua tarea de cambiar el mundo, no desde el arte, lo cual por otra parte es imposible mas allá de su invalorable aporte, sino desde la política.

El mismo Brecht afirmaba que “puesto que las cosas son así, no deben seguirlo siendo” en referencia a la necesidad de que los artistas tomaran posición respecto de los grandes problemas de la humanidad. En cambio, para La vida de los otros las cosas parecen estar bien tal como están, componiendo así una versión disimulada del fin de la historia.

1 comentario:

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